Una vez leí
que las historias eternas de amor son las más cortas. Como nunca me había
tocado una historia épica de amor, pues básicamente nunca lo pude entender. Pero
es que tiene sentido. Romeo y Julieta nunca habían pasado una noche juntos,
Rose y Jack no habían pasado ni una semana juntos cuanto encontraron su muerte.
Ellos simplemente nunca sintieron el aliento matutino, los rituales de
limpieza, el cigarro en la cama, ni una sola pelea.
¿Cuánto tiempo
hubiera aguantado Rose antes de ver que no podía comer los dibujos de Jack? ¿Cuánto
tiempo hubiera aguantado Julieta antes de cansarse los comentarios negativos de
Romeo hacia su suegra? ¿Cuánto tiempo he aguantado yo antes de cansarme de ver
todas mis pertenencias aun en una maleta? Rápidamente la perfección de aquellos
días helados de otoño comienzan a desvanecerse. El cuidado perfecto, el peinado
perfecto, el perfume perfectamente elegido, la ropa perfectamente combinada,
las promesas de luna, de las estrellas, de lo imposible, del amor que lo puede
y lo alcanza todo. Solo el amor bastaba, para construir una vida perfecta,
feliz. ¿Cuánto tiempo pensaba que duraría?
Hay mucho
menos parejas felices ahora que antes, y siempre he pensado que le tecnología
impone una presión tremenda sobre las parejas. El teléfono, los juegos, las
redes sociales, la computadora, ahora son motivos de rupturas. Resulta cómico
como pequeñas cosas hacen que el humano moderno pierda la cordura, el norte de
lo correcto. Una de esas es cuando la computadora no funciona como debe de
funcionar. Ese estrés generado de esta simpleza es brutal. Uno quiere tirarla al
piso, romper todo lo que está al alcance de uno. El problema está cuando tienes
un pequeño apartamento europeo donde apenas alcanzas tu mismo y donde estás
compartiendo con tu nueva pareja el cual el universo te ha regalado en un
arrebato cósmico de bondad. Resulta que al final también lo quieres destruir a
él.
Después de
horas de batallar con nuestra nueva conexión de internet y mi computadora haber
decido adoptar el carácter de una mula, me dijo que lo intentara hacer él mismo. Tomó una
bolsa de frituras y sin sentarse al escritorio comenzó a tocar de aquí para
allá. Las frituras sonaban como una tortura al desquebrajarse, sus dedos llenos
de residuos tocaban mi teclado. Lo admito. No soy amante de la limpieza, nunca
he limpiado mi computadora, y tiene una película de polvo fácilmente visible. Pero
ver su cuerpo sin sentar, bailando al son de una canción indescifrable que
tarareaba con su boca mientras devoraba aquellas frituras a puñados, tocando al
alzar las opciones que yo mismo conscientemente había intentado antes me dio no
solamente ganas de salir corriendo por la puerta, sino aquella nostalgia
inmensa de escribirle a mi amigo proponiéndole un café en la Casa del Café, una
película en Galerías, o una cerveza de Hippos. Aquellas tardes calurosas y húmedas
de Managua, solamente aliviadas por el aire acondicionado de mi carro y la
cerveza bien helada del bar. Entre pláticas sin sentido, sin propósito, solo el
de reírse y pasar el tiempo. Por primera vez sentí a Managua inalcanzable, como
un paraíso tropical hundido en el tiempo. El romanticismo de vivir en un
edificio posiblemente anterior a la segunda guerra mundial, con una terraza en
el techo con una vista de más edificios anteriores a la segunda guerra mundial,
y un millardo de campanarios, donde cuando entro parece que entro a una
catacumba de cristianos, ya no parecía tan romántico como cuando me lo
imaginaba en las noches frías de otoño.
Y es que
cuando vez la sonrisa de tu romeo cuando aun es romeo no te la imaginas siendo sarcástica.
Cuando le escuchas que te gritaba en una discoteca para que pueda ser oído no te
lo imaginas gritando en una habitación en silencio. Cuando lo ves peleando con
su ex pareja por teléfono, no te
imaginas que esas palabras también puedan llevar tu nombre. Pero algunas
veces eso no es lo más triste, algunas veces lo más triste es que esa persona
también piensa lo mismo de uno. Por primera vez ves esos ojos de extraño, por
primera vez te quedan viendo como que no te reconocen, como si de verdad te
hubieran logrado conocer en un par de semanas. Como si de verdad hubieras creído
en esa mentira que tus labios pronunciaban donde decías que sientes que lo
conoces desde siempre. Como si nunca te hubieran creído capaz de desesperarte,
como si nunca hubieras sido capaz de empezar un argumento con él, como si nunca
hubieras sido capaz de ser humano, como si no corrían sangre en tus venas… peor
aun… como si no corría sangre hispana en tus venas, más espesa, más caliente.
La vida es
plácida en las historias de amor. Los minutos se te escapan de las manos. Los ambientes
son mágicos, las cosas adquieren un color perfecto, las aves vuelan con gracia,
y todo cae en un lugar perfectamente cósmico. Luego el sentimiento de estar con
esa persona eternamente te invade. Ves a los árboles invitándote a una historia
de amor, ves las casualidades como señales divinas, ves a la ciudad como una
celestina enorme que te esconde en sus esquinas, entre sus cafés, entre sus
recovecos históricos te acoge como suya. Peleas, le hundes las uñas al destino.
Pareces gato defendiendo lo tuyo. Lo que crees que es tuyo. Lo que el destino y
el universo en un arrebato perfecto de bondad te ha dado. Algunas veces
conseguir lo que siempre has soñado se vuelve tu cruz.