sábado, 17 de noviembre de 2012

Alma

Siempre he pensado que la palabra hogar tiene una connotación mágica. Un lugar especial no solamente en nuestra memoria, sino también en nuestra alma. Siempre he sido enseñado que mi hogar es donde está mi familia, donde está mi cama, mis padres, mi perra, mi comida favorita, donde sé los recovecos de mi habitación, donde sé las mañas para abrir las puertas, o las gavetas donde puedo encontrar un cable perdido, una llave o una fotografía mía de cuando tenía 5 años. Es bueno tener un hogar a donde regresar luego de un largo viaje. Un lugar caliente, donde se cocine nuestra comida favorita, donde se pueda subir los pies a las mesas, donde se pueda andar en ropa interior.

Nunca he tenido mucho problema para decir adiós. Nunca he llorado al tener que despedirme. Cuando mi padre murió acepté el doloroso hecho con resignación inmediata, y mientras todo a mí alrededor cambiaba y todos lloraban yo no pude derramar una sola lágrima. Estaban ahí, las sentía atrás de mis ojos acumulándose, queriendo salir en una explosión de dolor, pero no salieron.

Hoy descubrí que decir adiós es mucho más difícil de lo que parece. Ver a la persona que uno ama alejarse en sentido opuesto a donde uno va, y saber que tarde que temprano uno tiene que caminar en sentido contrario es mucho más difícil de lo que parece. Contenerse las ganas de salir corriendo tras esa persona, abrazarla, no querer que el tiempo transcurra, detener lo indetenible, hacer lo imposible, buscar una solución, ponerse un freno a uno mismo para no desmoronarse en ese instante, es mucho más difícil de lo que parece.

Hoy también aprendí que hogar no solamente es donde uno pueda subir los pies en la mesa. Resulta ser que hogar es donde el alma quiere estar, donde el cuerpo y la mente le pide que esté. Donde la voluntad le gana a la razón y donde uno siente esa pertenecía. Al otro lado del atlántico, en un país desconocido, de lengua desconocida, de personas desconocidas, de costumbres desconocidas, pero donde al fin el alma ha encontrado el lugar donde quiere estar.

A veces el hogar no es un lugar físico. A veces el hogar es donde la otra parte de tu alma está. Podría ser cualquier punto del mundo, pudiera ser bajo un puente, pudiera ser bajo un árbol, en esta o aquella ciudad. Resulta ser que nuestro hogar puede cambiar, podemos dejar de sentir pertenencia al lugar donde nacimos, el lugar donde están nuestras cosas, donde está nuestro perro, donde nuestros seres queridos están enterrados. Podemos desapegarnos de ese lugar porque el verdadero hogar es donde tu alma quiere estar.

Siempre he escuchado la expresión de “almas gemelas”. La he usado extensivamente en mi primer libro. La idea del alma gemela me obsesionaba, no la entendía, a veces me causaba miedo, a veces me causaba nauseas, a veces simplemente no creía en que tengamos almas gemelas. Pero hoy descubrí la verdad sobre el alma. No hay almas gemelas. No existen. Las almas están incompletas. Les falta algo hasta que encontramos nuestro complemento. La otra parte del rompe cabezas. No son dos almas que se unen, es solo un alma que se completa. Dejar atrás esa parte que te completa hace que tu pecho duela, que quieras llorar cuando nunca has llorado, que quieras luchar contra la realidad, que estés dispuesto a hacer todo lo posible para no perder esa parte tan esencial para tu vida. Yo estaba incompleto, pero encontré el alma que le faltaba a la mía.

Algunas veces tratamos tan fuerte de descubrir nuestra propia verdad. Algunas veces vamos por el mundo tratando de poner nombres a nuestros sentimientos, a tratar de poner etiquetas a las personas, vamos tratando de resolver todas nuestras preguntas, pero llega un día en que las respuestas te encuentran. Nos las buscas más y de repente están todas frente a vos.

Yo siempre traté de responder toda mi vida cual era el lugar en el mundo. Donde era que debía de estar. ¿En mi país? ¿Viajando siempre? Siempre intenté responder que era el amor ¿Existe? ¿Le toca a todo el mundo? ¿Qué se siente amar? Y un día, el día que tuve que decir adiós lo supe todo. Todas mis preguntas fueron contestadas de golpe. No era un lugar físico donde debía de estar, no era Nicaragua, no era México, no era Italia, el lugar donde debía de estar era al lado de una persona. El día que tuve que decir adiós fue el día que entendí que vale la pena llorar. Las lágrimas salieron solas, sin pensarlas, sin pedir permiso, salieron de mis ojos. Una parte de mí se desprendía, me hacía falta algo, estaba dejando atrás algo. Veía alrededor de mí y mi cuerpo quería unirse con mi ambiente, mis pies querían dejar de viajar y echar raíces en una tierra extraña. No era el lugar físico, era donde estaba la otra parte que por tanto tiempo busqué y había perdido toda esperanza de su existencia.

Cada vez que viajo y regreso a Managua veo por la ventana mi pequeña y modesta ciudad. Siempre sonrío, siempre la amo, siempre la pienso como la mejor ciudad del mundo. Sus calles llenas de personas, sus buses repletos, sus calurosas tardes, su tráfico atestado, sus cicatrices de guerras, de malos gobiernos, de mala planificación le dan una bella forma. Esta vez, veía por la ventana y veía a Managua como un castigo. Por primera vez veía a mi propia ciudad con resentimiento, como el lugar donde no debía de estar. Me sentía que traicionaba la belleza de Managua. No quería que Managua pensara que la había traicionado por otra ciudad hermosa. No era así. No la traicionaba. Simplemente ahora entendía que no era el lugar donde debía de estar.

Me he convencido a mi mismo que para escribir una perfecta historia de amor se necesita un poco de sufrimiento y no hay sufrimiento más agónico, más grande, más insoportable, mis impotente que el de la distancia. Una distancia de océanos, de mares, de continentes, una distancia impenetrable.
Siempre mantengo mi idea de mi primer libro. Siempre pienso que el amor no es para todo el mundo. A veces llega y otras veces no llega, y que nuestra tarea es descubrir en que grupo de personas estamos. A mí me tocó. No solamente un amor perfecto, sino un amor de película.

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