domingo, 25 de noviembre de 2012

Managua


Cada ciudad que piso, cada calle nueva que conozco, cada nuevo paisaje tiene que verse medido y comprado con Managua. Como si Managua fuese mi medida universal, mi estándar predeterminado de belleza. Solo con mencionar su nombre, sentir mis labios juntándose, sentir el movimiento oceánico que evoca la modulación de la palabra Managua hace que mi ser sienta lo sagrado de su nombre. Lo importante, lo imponente, lo bella que mi ciudad resulta ser a mis ojos. No sé cuando el amor a mi ciudad habrá crecido al punto de volverme ciego con la realidad. No recuerdo haberle tenido tanta consideración cuando era un adolescente que me paseaba por sus calles, cines y restaurantes con mis amigos. Pero ahora cada esquina que la veo, cada espacio vacío, cada cicatriz que mi pobre ciudad lleva en su humildad, me resulta admirable, me resulta en una explosión de belleza tácita que tantas ciudades hermosas en el mundo no han podido aun igualar. ¡Pobres las ciudades que he visitado que se tienen que ver medidas con Managua! No tienen ni la más mínima posibilidad de ganarle. Y es que resulta ser que la belleza oculta en el caos y la humildad resulta ser tan exagerada.

Hay muchas cosas que me desconcertaron de los italianos, una en específico que no supe como clasificarlo, muchas veces me sentía ofendido otras veces solo les regresaba una mirada de pena y compasión como queriendo decir con mis ojos que no tenían ni idea de lo que estaban hablando y es que no pude hablar con una sola persona que se hiciera llamar italiana que hablara lo maravillosa que era Roma. Ni uno solo. Una lástima. Encontré cada vez justamente lo contrario. Al parecer creían que vivían en una de las peores ciudades del mundo. Y mientras ellos vomitaban en las esquinas de su ciudad yo me enamoraba de ella en cada paso. Si odiaban Roma no tengo ni idea que dirían de Managua.

A pesar de que amo a mi ciudad y la veo con ojos de puro amor, esta última vez no me fue tan fácil volverla a ver por mi ventana. Trataba de apartar la mirada de la ventanilla del avión para que mi cerebro no cayera en cuenta que estaba a nueve mil kilómetros de donde mi corazón había decidido quedarse. Creo que fui la única persona que luego de un largo viaje no quería ver su ciudad. Poder distinguir las calles, los bulevares, las rotondas, los monumentos. No los quería ver.

De repente en el extremo de mi ojo pude distinguir la más bella figura que he visto en mi vida. Volteé la cabeza para ver al lago que baña Managua y sus dos volcanes naciendo a sus orillas. Recuerdo que sus siluetas era lo único que podía arrancar una modesta sonrisa de mis labios cuando iba mi tortura diaria que la gente se empecinaba a que llamara trabajo. ¡Pobre de mí los días nublados! Ese bello paisaje que disfruta Managua y que sus habitantes le da la espalda cual si no existiera. Un manifiesto de la naturaleza. Aislados, olvidados, tristes sin que nadie los note. Yo los recuerdo como el único momento mágico de mi día. Algunas veces pienso que tal vez no era el único que notaba la existencia de tan perfecta forma cónica en el horizonte de la ciudad, tal vez alguien más pensaba en ellos. Tal vez nuestros pensamientos podían llegar a ellos, tal vez ellos ya no se sentirían solos, olvidados, abandonados, sin que nadie quiera dedicarles una sola mirada.

En las aguas del lago se podía ver el reflejo de la ciudad desparramada como miles de gotas de escharcha doradas de las luces incandescentes de la ciudad. Aparte la mirada. No quería ver a Managua. No quería sentir su presencia aunque ésta recorriera y formara parte de mi cuerpo. No puedo decir que me obligué a mi mismo a levantar la mirada y ver a esa hermosa ciudad debajo de mí. No lo puedo decir porque no me obligué, mis ojos se levantaron y la vi. En su esplendor y hermosura. En su caos y desorden. En su historia gloriosa y en su futuro. Vi a mi ciudad y entendí que era mía. Este era mi lugar, de donde un día había salido. Managua me había parido. Sin pensarlo, las lágrimas de antes se convirtieron en una sonrisa amplia.

No quería ser como los italianos que teniendo a una capital perfecta la desprecian cruelmente, la atacan con sus ojos de incredulidad cuando escuchan decir lo hermosa que es Roma. No atacaría Managua porque dentro de ella esta la belleza pura de Latinoamérica, y lo más bello de ella, es que no todos pueden ver su belleza, solo los escogidos. Comencé a reconocer sus calles, el tráfico, comencé a ver sus parches de verdes, de zonas vacías, sus eternos árboles de navidad, sus calles atestadas de carros, las fábricas viejas, sus rotondas. Pero aunque amara a Managua, aunque esperara con ansia el abrazo de mi madre, dentro de mi no podía dejar de pensar que no era donde quería estar. Mi alma decidió unirse a otra y no había podido despegarla.

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