domingo, 25 de mayo de 2014

Barcelona

Barcelona nunca me pareció mi ciudad. Y es que esa ciudad capital de las fiestas alocadas, y veranos sin fin, llena de gente bronceada y playas con cientos de cuerpos perfectamente esculpidos y mujeres mostrando sus pechos perfectamente torneados no iba conmigo. Siempre he preferido un bar oscuro, con cervezas baratas y lleno de ese bullicio de un idioma que no puedo comprender ha sido mi patio de juegos. Barcelona fue un regalo del azar y del destino. O algunos se los atribuirán a un arquitecto supremo del universo, por mi parte no creo que éste arquitecto esté muy interesado en elegirme un destino para viajar.

No sé que pasó por mi cabeza en los meses anteriores  a la elección de Barcelona, pero Roma era sin duda el lugar donde regresaría cual mariposa a la flama y en solo unas horas (sino minutos o segundos) esa idea voló de mi cabeza y tal vez para no regresar.  Roma ya no sería más. Y tal vez fue mi culpa. Tal vez Roma debió haber sido mi destino y luchar por lo que tenía que luchar ahí. Tal vez yo la saqué sin razón aparente, pero pasó. Y aunque todo estaba preparado para volverme a tomar la enésima foto en el Coliseo, rápidamente volteé los ojos a Portugal. Pero Portugal no pudo ser más tampoco.

Y vi a Barcelona como quien acepta un premio de consolación. Y tal vez me pude haber quedado en mi ciudad, pero sabía dentro de mí que necesitaba una completa desintoxicación de esos meses locos mientras caminaba alrededor del Coliseo y de las caminatas de rabia hacía al Vaticano. Caminaba entre la sucia ciudad por horas desechando las ganas de gritar, las ganas de golpear, las ganas de que quebrar todo lo que veía frente a mí y una vez llegaba a mi iglesia como Católico aquella ira desaprecia. Algunas veces tomaba más que eso y entraba a la basílica para ver todas las estatuas de los santos estoicos en el tiempo y el espacio e imaginar sus momentos de ira.Así lograba calmarme o relajarme de mi lucha que ambos sabíamos no ganaríamos nunca. 

Tomé mi camino a Barcelona y elegí el más largo para ir desechando el bagaje de mis deseos ocultos de Roma, como quien no quiere de verdad llegar. Veía Barcelona como mi clínica de convalecencia, mi clínica de desintoxicación de meses de vivir al borde del abismo y de la nada. Literalmente de la nada. Como un castigo, un retiro espiritual donde tendría que mudar mi vieja piel en un proceso doloroso y agónico.

Al llegar dormí por dos días seguidos, y no era del todo cansancio, era simplemente que no quería ver la ciudad. La resentía. Me sabía mal. Hay una leyenda en Barcelona, justo al inicio de “Las Ramblas” hay una fuente de agua pura que baja de un manantial de los Pirineos. La leyenda cuenta quien bebe de sus aguas se enamora de la ciudad y está condenado a regresar a ella. Mi hostal quedaba al norte de la ciudad, y la fuente justo al sur. Decidí caminar hasta ahí para darle la oportunidad de Barcelona de impresionarme. No Coliseo, no Fontana di Trevi, no Via del Corso, no Termini, No Villa Bourgese, No Vaticano, No Tiber. No había nada que hiciera abrir mis ojos e impresionarme. Ni la Sagrada Familia logró sacar las ganas en mí para sacar mi cámara y tomarle una foto ¡La Sagrada Familia de Gaudi! Maldije Roma.

 Obvio no era el único que conocida la leyenda de “La fuente de Canaletas” y me encontré con un manada de turistas tomándose fotos mientras tomaban un sorbo de la fuente. “Yo necesitaré más que un sorbo” pensé. Saqué mi botella de agua vacía y cuando me tocó mi turno, sin fotos, sin amigos gritando, sin poses de turistas, puse la botella y la llené. “Tal vez tendré que venir aquí más de una vez para enamorarme de Barcelona”. Caminé el último trecho al mar para encontrarme una columna con Cristóbal Colón en la cúspide adornado con Dianas de victoria apuntando a donde América quedaba. “Allá iremos a saquear y cometer el genocidio más grande de la historia de la humanidad” pensé. Al rodearla noté una escultura donde un “Indio” de rodillas le besaba el anillo al conquistador quien tenía su pose de autoridad absoluta ni siquiera viendo al “indio” sino con pose divina al cielo. Me ofendió. Comencé a tomar de la botella de agua que tenía porque sabía que esto era justo lo que necesitaba para ver con malos ojos a Barcelona. “¿Dónde habrán quedado mis viajes para re-describir mi cultura latinoamericana?” pensé. Me había traicionado. Regresé al hostal para dormir. Esta vez no caminé. No quería o no necesitaba ver más. 

Creo que habré dormido por dos días más, pero algo en mi cambiaba. Mientras salía más, mientras exploraba más Barcelona, conocía sus gentes, sus comidas, sus calles tan pequeñas, el Catalán, su manera única de hacer las cosas, me enamoraba y no voy a decir que me enamoraba poco a poco porque me enamoraba a pasos agigantados.  Y aun cuando las personas preguntaban cual era mi ciudad favorita de las que había visitado seguía diciendo Roma sabiendo dentro de mí que mentía.

He aprendido tanto de Barcelona, y no me refiero a sus calles, a sus monumentos o arquitectos. Barcelona ha cambiado la manera en que veo mi vida y a mí mismo. Siempre he creído, o por lo menos me han hecho creer, que soy una persona tímida y trabajando como voluntario en un hostal he expuesto mi verdadera personalidad a todos los que conocía. De todas partes del mundo. Y no he escuchado otra cosa más que buenos comentarios de mi persona. Exponerme a las personas, y ver que lo han recibido con los brazos abiertos ha sido posiblemente la mejor sensación que te tenido en mi vida.

Siempre he tenido la experiencia, de que de las circunstancias menos esperadas, cuando uno no planea nada, y deja que el destino fluya y confabule para crear nuestras experiencias de vida, entonces es cuando uno disfruta al máximo y son esas mismas experiencias que nos dan epifanías casi mágicas que redireccionan nuestra manera de pensar, dan forma a nuestra personalidad, y las llevamos por el resto de nuestras vidas.

Barcelona es joven, es una cuidad desenfadada y llena de cultura. Y aunque las calles parecían interminablemente repetitivas, de vez en cuando encontrabas algo que te asombraba. Levantabas la vista y ves bellos balcones decorados, edificios modernistas, y personas orgullosas de su origen catalán. Es lo suficientemente internacional para darte la sensación que has cambiado de mundo y al mismo tiempo tan relativamente familiar para identificarte con su cultura latina.

Hubieron dos personas que desde su amistad me despertaron la fe en un futuro que no necesariamente era el que quería pero que era hora de que comenzara a abrazarlo. Y otras dos personas que desde sus planes de vida me enseñaron que yo tenía que tener uno si quería el futuro que tanto deseaba. Y entre risas y el sol de la playa, o la tristeza y las sábanas de mi cama en mis peores días aprendí que tenía que tener una dirección hacia dónde ir.


El amor que se encontraba en Roma era el amor irracional de días sin mañanas y sin planes. Gastando el amor a borbotones y entrar en una espiral de irracionalidad y locura. El amor de Barcelona es al amor pensado, planeado, de decisiones serias sin comprometer el yo mismo. Tal como la ciudad fue planeada en perfectos recuadros y calles perfectamente paralelas, diagonales, sectores definidos, y de un orden sin igual, así mismo al parecer sus habitantes planeaban cada movida que daban. Y dentro de mi mundo de desorden, de aeropuertos y planes de aquí y allá yo no encajaba. Sus adioses dolieron pero también aprendí que un adiós temprano es mucho más valioso que una despedida tardía. Les agradezco que desde su control por las cosas tomaron sus decisiones y me obligaron a seguirlas. Fueron días tristes, pero solo días y no meses ni años. Y a diferencia de Roma que no me dejó nada (más que mi mejor amigo) Barcelona me dejó un corazón preparado para el final cuando el comienzo no conviene. Que ciudad tan mágica. Que gente tan perfecta. 

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